Wednesday, April 05, 2006

Cien años después, ¿quién es Ayn Rand?

La ilustración liberal. Revista española y americana
Nº 23 - RETRATO

Por Antonio Mascaró Rotger
La ilustración liberal. Revista española y americana
Nº 23 - RETRATO
Publicado originalmente en liberalismo.org.


Hace cien años, el 2 de febrero de 1905, nació Ayn Rand. Es una buena ocasión para recordar su vida y obra. Vino al mundo en la Rusia zarista, pero muy temprano tuvo que ser testigo del terror desatado por la Revolución de Octubre y del caos en que quedó sumido ese inmenso país. Su familia perdió sus propiedades, y ha habido quien ha especulado con la posibilidad de que alguna persona muy especial para ella fuese deportada a los campos de Siberia.

Apenas había cumplido los veintiún años cuando, en 1926, logró viajar a los Estados Unidos, con un permiso temporal para visitar a unos parientes. Obviamente, jamás regresó a su tierra natal.

Pronto empezó la Gran Depresión, con lo que las perspectivas de encontrar trabajo para una inmigrante rusa que todavía no dominaba el idioma eran más bien escasas. Así que fue alternando empleos en la industria cinematográfica de Hollywood. Trabajando como extra conoció a Frank O’Connor, que más tarde se convertiría en su marido. Estuvo después en el servicio de guardarropa de los estudios RKO; fue allí donde empezó a trabajar en Los que vivimos, una novela semibiográfica sobre una joven, Kira Argounova, que ha de enfrentarse al comunismo ruso para protegerse a sí misma y a su amado, Leo Kovalensy.

Pero antes de terminarla, en 1931, empezó a escribir el guión para una película titulada Red pawn (Peón Rojo), que presenta fortísimas similitudes con Los que vivimos. Consiguió venderlo por 1.500 dólares a los estudios Universal Pictures, que después lo revendieron a la Paramount. De momento, sin embargo, la película sigue inédita, si bien el guión está publicado. Aunque es su primer escrito de importancia, ya se encuentran en él todas las características de Rand.

Estas características, que irá desarrollando en las obras posteriores, son, principalmente, la lucha de un hombre justo contra un entorno hostil y el amor con una mujer que comparte sus valores. Pero más importante todavía es la fe razonable en el triunfo del bien sobre el mal; con esa eclosión del espíritu libre que contempla las recompensas del haber obrado rectamente.


Las principales novelas

En 1932 volvió a ponerse manos a la obra con Los que vivimos, pero de nuevo interrumpió la tarea para escribir un guión. Esta vez se trató de La noche del 16 de enero, que se estrenó primero en Hollywood, en 1934, y más tarde en Broadway. Finalmente, a finales de 1933, se publicó Los que vivimos. Una década después sirvió de guión para dos películas italianas: Noi vivimi y Addio Kira.

En 1935 empezó a escribir El manantial, pero, como con su primera novela, interrumpió la empresa varias veces para componer obras menores. Entre ellas destaca la que apareció en 1938: ¡Vivir!, un cuento breve sobre los efectos terribles del colectivismo sobre el espíritu humano. El protagonista se inmuniza contra el letargo de unos hombres que no se atreven a pensar por sí mismos y que, por lo tanto, conforman una sociedad en la que el progreso y la felicidad triunfal son completamente desconocidos, mientras que la más brutal sumisión al caudillo es rutina.

Al año siguiente (1939) escribió una adaptación de Los que vivimos, que se estrenó en Broadway bajo el título The Unconquered (El inconquistado), y Think Twice (Piensa dos veces), que jamás llegó a estrenarse.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, se publicó El manantial. Tres años después Warner Brothers la llevó a la gran pantalla, con Gary Cooper en el papel de Howard Roark, el arquitecto innovador que se niega a rendir su obra a los burócratas. Su rival es Ellsworth Toohey, el arquetipo del parásito que no soporta contemplar el éxito de los demás pero cuyos frutos reclama para sí en nombre de la sociedad. Entre medias hay una serie de personajes, principalmente el mediocre arquitecto Peter Keating, el editor populista Gayl Winnand y la bella Dominique Françon, que se debaten entre el bando de los creadores y el de los aprovechados.

A principios de enero de 1945 Rand comenzó a escribir una novela que tituló The strike (La huelga), en la que narraba la lucha de unos empresarios contra la sovietización de la sociedad americana. Su intención era describir el mismo duelo entre el genio creador independiente y el parásito que se esconde detrás de las faldas de la turba para hacerse con lo que él jamás se esforzó por crear. Aunque si bien el segundo se nutre del primero, no se da a la inversa; así que la autora planteó la situación de un creador que se declara en huelga. Y el pánico del parásito que se queda sin su odiada víctima.

Sin embargo, en esta ocasión no iba a tratarse de un cara a cara entre dos hombres, sino de un choque a nivel mundial que trazaría las líneas de batalla a lo ancho de toda la sociedad. Si El manantial se centraba en el creador para glorificarlo en su búsqueda de la prosperidad a pesar de los parásitos, The strike tenía que centrarse en las consecuencias a que ha de enfrentarse una sociedad que se traga el credo del parasitismo. Según las propias notas que escribió cuando estaba empezando a trabajar en esta obra:

“En El manantial no mostré cuán desesperadamente necesita el mundo a Roark; excepto por implicación. Lo que sí enseñé fue cuán viciosamente le trata el mundo, y por qué. Mostré principalmente lo que él es. Era la historia de Roark. Ésta ha de ser la historia del mundo; en relación con sus principales motores. (Casi una historia de un cuerpo en relación con su corazón; un cuerpo muriendo de anemia)”.

Once años después de empezar a trabajar en este gran proyecto aceptó un título diferente, que le sugirió su marido. Se publicó en 1957 en Estados Unidos como Atlas shrugged; literalmente, “Atlas se encogió de hombros”, pero en los países de habla hispana se tradujo como La rebelión de Atlas.

Después de La rebelión de Atlas Rand jugueteó con la posibilidad de escribir una nueva novela larga, pero sin la densidad filosófica de aquélla. Quería volver al espíritu colorido y vital de aquellos guiones que escribió en los locos años veinte, al estilo de la colorista y enamoradiza Good Copy. Debía tratarse de una glorificación de la felicidad triunfal, algo fresco y estimulante como la Sinfonía de Halley que se menciona en La rebelión de Atlas o la Canción de las Luces Danzarinas de Red Pawn. Llegó a ponerle nombre al protagonista: Faustin Donnegal, pero nunca la concluyó.

En 1962 escribió la introducción a la traducción que hizo Lowell Bair de El noventa y tres, de Víctor Hugo, su autor preferido:

“La distancia entre su mundo y el nuestro es sorprendentemente corta (murió en 1885), pero la distancia que separa su universo del nuestro ha de medirse en años luz estéticos [...] No digas que las acciones de estos gigantes son “imposibles”, pues son heroicas, nobles, inteligentes y hermosas. Recuerda que lo cobarde, lo depravado, lo descerebrado y lo feo no son todo lo que le es posible ser al hombre [...] Descubrí a Victor Hugo cuando tenía trece años, en la sofocante y sórdida fealdad de la Unión Soviética. Uno tendría que haber vivido en algún planeta pestilente para comprender plenamente lo que sus novelas, y su radiante universo, significaron para mí entonces y significan ahora. Y el que esté escribiendo una introducción a una de sus novelas para presentarla al público americano tiene, para mí, un aire al tipo de drama que él habría aprobado y entendido. Él hizo posible que yo esté aquí y que sea una escritora”.


Aparece el objetivismo

Al cerrar la etapa novelesca Rand se centró en los ensayos filosóficos. Sólo un lustro después de La rebelión de Atlas apareció el primer número de la revista The Objectivist Newsletter. Así empezó a divulgar su particular manera de entender el mundo: el objetivismo, abarcando desde cuestiones epistemológicas hasta críticas de arte, pasando por la teoría política y el comentario social. La revista, bajo diversos nombres, siguió publicándose hasta 1976. Todos sus libros de no ficción se publicaron en ese mismo periodo, excepto Philosophy: Who needs it, que no vio la luz hasta 1982.

La elección de la palabra “objetivismo” ha creado alguna confusión, pues si bien Rand defendió el laissez-faire en términos inequívocos, los principales defensores de este sistema económico han destacado por defender la llamada “teoría del valor subjetivo”, de ahí que se les suela llamar “subjetivistas”. ¿Hasta qué punto son incompatibles?

El subjetivismo, dentro de la teoría económica, viene a decir que el valor de un determinado bien no depende exclusivamente de las características del objeto en sí, sino también, incluso principalmente, de las del sujeto que lo valora. Por ejemplo, uno no valora igual un mismo vaso de agua cuando está sediento que cuando está saciado.
El objetivismo al que se refería Rand consiste en poner el énfasis en que la realidad es independiente de los caprichos del sujeto; esto es, por mucho que me fastidie que esté lloviendo, ese asco no altera la situación meteorológica.

Por lo tanto, la compatibilidad es posible, al menos hasta cierto punto, entre, digamos, el subjetivismo de Ludwig von Mises y el objetivismo de Ayn Rand. Prueba de ello es la obra de George Reisman, que fue discípulo de ambos y es autor del tratado de teoría económica que lleva el explícito título Capitalism.


El desarrollo del objetivismo

Rand estableció lo que sigue como respuesta a una petición de definición del objetivismo en pocas palabras:­

- Metafísica: Realidad objetiva.
- Epistemología: Razón.
- Ética: Interés propio.
- Política: Capitalismo.

Los primeros dos puntos se refieren a lo que ya he comentado: que la realidad es la que es. A es A. No sólo existe una realidad en este universo (punto primero), sino que ésta es discernible (punto segundo). No vivimos en un infierno caótico. Tampoco vivimos en un magma de confusión del que sólo puedan salvarnos las elites intelectuales platónicas con sus conexiones sobrenaturales. Nada de una verdad reservada a los elegidos. Si Víctor Hugo fue su inspiración estética, Aristóteles fue la filosófica.

Este racionalismo a ultranza era incompatible con cualquier forma de misticismo o sentimiento religioso. Rand lo llevó hasta el extremo de desechar todas y cada una de las religiones como dogmas totalmente erróneos y viciados de origen. Si bien es innegable que todas las religiones, como todos los hombres, han cometido errores y que la teología está plagada por necesidad de elementos incompatibles con la razón, ello no quita que exista en el sentimiento religioso un anhelo de bondad. Es más, en el caso de la tradición judeocristiana de su amado Occidente, es difícil no considerar la humanización de Dios como, en cierta medida, una divinización del hombre; la exaltación de la felicidad triunfal del hombre creador. Pero el objetivismo, léase Rand, prefirió considerar que si algo bueno había tenido la iglesia en Occidente se lo debía a la filosofía secular.

Volviendo a los dos puntos de partida, esa racionalidad, esa capacidad de entender el mundo no es automática. Requiere un esfuerzo, es un acto volitivo. Rand se refirió a la tentación, tan frecuente, de no querer enfrentarse a la realidad. La traición de preferir no saber algo, pues podría ser demasiado desagradable; la tentación de desear caprichosamente y sentarse a esperar que suene la flauta. Como el que no hace una pregunta al cónyuge para así no tener la certeza de un desamor. O como el que apretando una tecla espera que un aparato obedezca sus deseos, independientemente de la función de la tecla en concreto.

Por lo tanto, el éxito depende de cada uno; ése es el tercer punto: el propio interés. El objetivismo rechaza la noción de que debamos ayudar a los demás, siempre y en todo lugar, antes que a nosotros mismos. Las necesidades de los demás no pueden representar una hipoteca sobre la felicidad de uno. Esa sería una cuenta imposible de saldar. La máxima comunista “A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades” condena a cada ser apto al agujero negro de deslomarse sacrificando todo su ser en el altar colectivo a cambio de nada. No hay nada de ético en la crueldad de aceptar culpas inmerecidas. Si no te ayudas primero a ti mismo, de poco valdrás a los demás.

De ahí pasa Rand al cuarto punto, el derecho a la propiedad privada, basándose en el principio de autoposesión:

“El hombre ha de trabajar y producir para poder sustentar su vida. Ha de sustentar su vida mediante su propio esfuerzo y su propia mente. Si no puede disponer del producto de su esfuerzo, no puede disponer de su esfuerzo; Si no puede disponer de su esfuerzo, no puede disponer de su vida. Sin los derechos de propiedad, ningún otro derecho puede practicarse”.

Estos cuatro puntos fueron desarrollados extensamente en la revista que he citado antes y en una serie de libros. Los dos primeros aparecieron, en 1963, con la intención de combatir el embiste izquierdista: For the new intellectual (En pos del nuevo intelectual) y The new left: The anti-industrial revolution (La nueva izquierda: la revolución anti-industrial).

Al año siguiente apareció The virtue of selfishness (La virtud del egoísmo). Como en el caso del objetivismo-subjetivismo, cabe aclarar a qué se refería exactamente Rand cuando defendía el egoísmo y atacaba el altruismo.

Ella se ciñó a la palabra inglesa “selfishness”, que se refiere a la atención hacia los propios intereses. Consideró, por el contrario, que el altruismo consiste en considerar buena toda acción cuyo beneficiario alguien distinto a quien la emprende. Es decir, por altruismo entendía, en realidad, esa monstruosidad de reclamar la atención y el esfuerzo de los demás como un privilegio propio. O, dicho de otra forma, la repulsa a cualquier tipo de acto beneficioso para uno mismo; el negarle a uno del derecho de vivir su propia vida. En suma, la total sumisión del individuo a la muchedumbre. Aclarado esto, no puede resultar tan sorprendente que considerara el altruismo una “apabullante inmoralidad”.

En 1966 se publicó Capitalism: the unknown ideal (Capitalismo, el ideal desconocido), una recopilación de artículos en defensa de la libertad económica. Como en otras ocasiones, algunos de ellos eran obra de colaboradores. Así, por ejemplo, Alan Greenspan, actual jefe de la Reserva Federal norteamericana, escribió un notable artículo en defensa del patrón oro y otro criticando las leyes antimonopolio. Nathaniel Branden escribió sobre cuestiones relacionadas con la psicología y, en especial, sobre su tema predilecto: la autoestima.
Tres años después, en The romantic manifiesto expuso sus ideas estéticas; aquí incluyó, entre otros escritos, la mencionada introducción al Noventa y tres.


Un mundo que iba mal

Cuando la chapuza monumental de la Guerra de Vietnam, Rand escribió sobre el tema en uno términos que, como de costumbre, no encajaban ni con los republicanos ni con los demócratas. Como con los individuos, Rand consideraba una aberración exigir el sacrificio de un país para sacar las castañas del fuego a otro. Peor todavía: era una cruel hipocresía derramar sangre americana en las junglas lejanas en nombre de la libertad cuando los Estados Unidos se estaban desplomando por el precipicio de la dictadura socialdemócrata hacia el abismo rojo. Como cuando en Vietnam la Fuerza Aérea no podía bombardear los santuarios del enemigo por orden presidencial o cuando, tras el 11 de Septiembre, se piden cuentas al sátrapa de Irak pero no al de la monarquía wahabista que financia y jalea el terrorismo.

Y así, lamentablemente, como seguimos viendo hoy, el aberrante ideal de sacrificarse por los demás a cambio de nada bueno sigue guiando la política exterior de Washington.
La política exterior americana es tan grotescamente irracional que la mayoría de la gente piensa que debe de tener algún motivo sensato. La magnitud de la irracionalidad actúa como su propia protección: como en la técnica de la “Gran Mentira”, la gente asume que un mal tan grande no podría ser tan malvado como parece, y por lo tanto alguien debe de entender su significado, aunque a ellos se les escape.


El grupo cerrado

Con el paso de los años el grupo de objetivistas fue cerrándose sobre sí mismo. Y el control de Rand era total. Triste contradicción de la que tan vehementemente había defendido la independencia de cada individuo. Pero buscando a personas que coincidieran al máximo con sus propias ideas se aisló, privándose de la capacidad para contrastar y batirse con sus rivales.

Dicen las malas lenguas que en una ocasión Alan Greenspan llegó a besar literalmente los pies de la maestra. Pero eso no es nada en comparación con lo que se dice de la relación de Rand con Branden. Hoy es conocido que los dos mantuvieron relaciones íntimas con el consentimiento de sus respectivos cónyuges, pero, previsiblemente, a pesar de tan generosa aprobación, la cosa acabó con un sonado desplante.

No fue éste el único trapo sucio que salió de la “secta” objetivista, como algunos la llamaron. Murray Rothbard fue un miembro destacado del seminario de Rand, e hizo esfuerzos por acercar a ésta y a su mentor, Ludwig von Mises. Tales esfuerzos se fueron a pique cuando el joven economista fue expulsado del grupo de Rand. Se dice que el detonante fue la negativa de Rand a dar su visto bueno al matrimonio de Rothbard con una persona que mantenía creencias religiosas. Justamente decepcionado pero manteniendo su humor, Rothbard escribió una breve obra teatral donde se mofaba de Rand y de su forma claustrofóbica de acaudillar el movimiento objetivista.


La diáspora

Cuando Rand murió, en 1982, el control del grupo objetivista pasó a Leonard Peikoff. Peikoff no sólo se encastilló en el ateísmo militante, sino que ha llegado a abogar por una política exterior americana de intervencionismo galopante. Si a Rand la habían llamado sectaria, a Peikoff llegaron a colgarle el sambenito de “estalinista”.

Lo cual ha tenido, de hecho, un efecto muy saludable: los seguidores de Rand se dispersaron en una multitud de grupos que reinterpretaron a la escritora al margen del objetivismo oficial de Peikoff. Ha habido, como he comentado, autores que han compaginado las visiones de Rand con las de la Escuela Austríaca, quien ha matizado la cuestión del ateísmo y quien ha reconsiderado la epistemología randiana. Ha aparecido, incluso, cierto grupo de homosexuales, principalmente en Nueva Zelanda, que defiende su estilo de vida basándose en el objetivismo, a pesar de que la propia Rand dijo bien a las claras que eso le resultaba repugnante.

Otros han llevado las premisas iniciales de Rand en materia política hasta sus últimas consecuencias y, más allá del minarquismo que ella defendió, han abogado por el anarcocapitalismo.

En definitiva, Rand ha entrado a formar parte de las referencias obligadas en el pensamiento liberal, y su influencia, combinada con la de otros, sigue surtiendo su efecto.

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